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Pepa Flores y Pietro Prini vivían en el Piazzale dei Carracci, a unas cuantas paradas de tren desde Piazza del Pópulo, en Roma. Murciana ella, piamontés él, eran una pareja protagonista de un amor que abarca dos siglos, que conjuga todas las vivencias del sur de Europa en el paso de las décadas. Dos personas tan distintas y tan complementarias. Dos almas rebosantes de bondad que hicieron de su casa el hogar de todos los que quisimos hacerlo nuestro, abrazados por una generosidad infinita, por una ternura que en mi memoria permanece inalterada.

Pietro era uno de los grandes filósofos italianos de la segunda mitad del siglo XX, un hombre con un profundo conocimiento de la cultura española y una inagotable pasión por Unamuno. Su pensamiento humanístico católico estaba fuertemente marcado por la visión existencialista de don Miguel, pero sus intereses eran múltiples. Quizá el más original de sus ensayos, Lo scisma sommerso (El cisma sumergido), aparecido en 1998, es considerado un libro referencial para grandes nombres posteriores, como Gianni Vattimo. Pepa era una mujer culta e inteligente, sensible y afectuosa. Componían una pareja que inspiraba a la vez respeto y ternura. Pepa nunca perdió su vínculo con Murcia, y por su casa pasamos muchos murcianos, desde Jaime y Conchita Campmany, sus grandes amigos, hasta personas tan dispares como Antonio de Hoyos, Ramón Martínez Artero o Paco Jarauta. Aquella casa nos acogía siempre, tranquila, forrada de libros perfectamente ordenados, de estanterías blancas. Recuerdo, como si fuese hoy, los ventanales que miraban a las copas de los árboles, sobre las que volaban los estorninos, haciendo formas abstractas, bailando para nosotros.

Cuando a Carolina y a mí nos dieron una beca Erasmus en el 97, Conchita, mi madrina, me hizo llamar a Pepa. Pensé que sería un compromiso familiar, la verdad; que visitaría a una vieja amiga suya. Saludos, charla y vía. Pero no: estaba muy equivocado. Pepa y Pietro fueron una especie de padres en el exilio. Desde el primer día que fuimos a comer supimos que la relación entre aquel matrimonio tan singular y nosotros no era una cuestión formal. Cada miércoles durante un año asistimos a su casa a la hora del pranzo, que invariablemente empezaba con ensalada de rúcola. Pietro nos leía lo último que había escrito, o nos regalaba una edición en español de su Historia del Existencialismo, que acababa de salir en castellano. Otras veces nos preguntaba sobre una exposición o por temas políticos españoles. Pepa nos recibía siempre con cosas que nos pudieran interesar: «hoy a las ocho hay una conferencia sobre Pietro Da Cortona en la Academia Danesa» y cosas por el estilo eran sus bienvenidas. Nos guardaba los artículos relativos a tal o cual cosa, y los valorábamos tantísimo… para un erasmus del año 96 comprar revistas rozaba el lujo. Las becas entonces no estaban muy bien dotadas. Por aquellos años la diferencia entre un erasmus y un vagabundo es que al primero al final le daban un título universitario. Pienso que Pepa disfrutó teniendo a aquellos dos pollos bajo el ala. Nos ayudaron en cuanto pudieron, nos enseñaron mucho de esa Roma que tanto añoro. Nos guiaron a distancia por aquella Italia que hoy, bajo la vara de ese error histórico que es Berlusconi, apenas reconozco. Pero nos dieron mucho más, su huella es imborrable en nosotros. De hecho Pepa me enseñó que la pasta no se come con cuchillo. Y yo no lo hago.

Volvieron a Murcia el año 2003, y vieron los salzillos desde el balcón de la antigua T20, en la Trapería. Pietro disfrutó mucho. Nunca había visto una procesión como se veía desde allí. Ella parecía no haberse ido nunca de Murcia. Todo le era muy cercano. Mientras Pepa pudo nos escribimos, pero el contacto, como la memoria, se fue diluyendo.

Pepa Flores se murió el día 9 de agosto en Pavía. Lo descubrí al ver su esquela en este periódico. Hablé con Conchita para enterarme de algo que inmediatamente había supuesto; la muerte de Pietro, acaecida meses antes de la de mi querida Pepa. Ellos no podían alejarse el uno del otro, ni en la distancia ni en el tiempo.

En medio de los días más alegres de mi vida, cuando aún celebro el nacimiento de mi hijo Hugo, las lágrimas han sido tan inevitables como consoladoras. Qué día tan amargo, poblado de tantos recuerdos felices. Mis queridos Pepa y Pietro, cuánto os echamos de menos.

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Estorninos En Piazale Dei Carracci

Falleció el día 31-10-2009
en Murcia


Pepa Flores y Pietro Prini vivían en el Piazzale dei Carracci, a unas cuantas paradas de tren desde Piazza del Pópulo, en Roma. Murciana ella, piamontés él, eran una pareja protagonista de un amor que abarca dos siglos, que conjuga todas las vivencias del sur de Europa en el paso de las décadas. Dos personas tan distintas y tan complementarias. Dos almas rebosantes de bondad que hicieron de su casa el hogar de todos los que quisimos hacerlo nuestro, abrazados por una generosidad infinita, por una ternura que en mi memoria permanece inalterada.

Pietro era uno de los grandes filósofos italianos de la segunda mitad del siglo XX, un hombre con un profundo conocimiento de la cultura española y una inagotable pasión por Unamuno. Su pensamiento humanístico católico estaba fuertemente marcado por la visión existencialista de don Miguel, pero sus intereses eran múltiples. Quizá el más original de sus ensayos, Lo scisma sommerso (El cisma sumergido), aparecido en 1998, es considerado un libro referencial para grandes nombres posteriores, como Gianni Vattimo. Pepa era una mujer culta e inteligente, sensible y afectuosa. Componían una pareja que inspiraba a la vez respeto y ternura. Pepa nunca perdió su vínculo con Murcia, y por su casa pasamos muchos murcianos, desde Jaime y Conchita Campmany, sus grandes amigos, hasta personas tan dispares como Antonio de Hoyos, Ramón Martínez Artero o Paco Jarauta. Aquella casa nos acogía siempre, tranquila, forrada de libros perfectamente ordenados, de estanterías blancas. Recuerdo, como si fuese hoy, los ventanales que miraban a las copas de los árboles, sobre las que volaban los estorninos, haciendo formas abstractas, bailando para nosotros.

Cuando a Carolina y a mí nos dieron una beca Erasmus en el 97, Conchita, mi madrina, me hizo llamar a Pepa. Pensé que sería un compromiso familiar, la verdad; que visitaría a una vieja amiga suya. Saludos, charla y vía. Pero no: estaba muy equivocado. Pepa y Pietro fueron una especie de padres en el exilio. Desde el primer día que fuimos a comer supimos que la relación entre aquel matrimonio tan singular y nosotros no era una cuestión formal. Cada miércoles durante un año asistimos a su casa a la hora del pranzo, que invariablemente empezaba con ensalada de rúcola. Pietro nos leía lo último que había escrito, o nos regalaba una edición en español de su Historia del Existencialismo, que acababa de salir en castellano. Otras veces nos preguntaba sobre una exposición o por temas políticos españoles. Pepa nos recibía siempre con cosas que nos pudieran interesar: «hoy a las ocho hay una conferencia sobre Pietro Da Cortona en la Academia Danesa» y cosas por el estilo eran sus bienvenidas. Nos guardaba los artículos relativos a tal o cual cosa, y los valorábamos tantísimo… para un erasmus del año 96 comprar revistas rozaba el lujo. Las becas entonces no estaban muy bien dotadas. Por aquellos años la diferencia entre un erasmus y un vagabundo es que al primero al final le daban un título universitario. Pienso que Pepa disfrutó teniendo a aquellos dos pollos bajo el ala. Nos ayudaron en cuanto pudieron, nos enseñaron mucho de esa Roma que tanto añoro. Nos guiaron a distancia por aquella Italia que hoy, bajo la vara de ese error histórico que es Berlusconi, apenas reconozco. Pero nos dieron mucho más, su huella es imborrable en nosotros. De hecho Pepa me enseñó que la pasta no se come con cuchillo. Y yo no lo hago.

Volvieron a Murcia el año 2003, y vieron los salzillos desde el balcón de la antigua T20, en la Trapería. Pietro disfrutó mucho. Nunca había visto una procesión como se veía desde allí. Ella parecía no haberse ido nunca de Murcia. Todo le era muy cercano. Mientras Pepa pudo nos escribimos, pero el contacto, como la memoria, se fue diluyendo.

Pepa Flores se murió el día 9 de agosto en Pavía. Lo descubrí al ver su esquela en este periódico. Hablé con Conchita para enterarme de algo que inmediatamente había supuesto; la muerte de Pietro, acaecida meses antes de la de mi querida Pepa. Ellos no podían alejarse el uno del otro, ni en la distancia ni en el tiempo.

En medio de los días más alegres de mi vida, cuando aún celebro el nacimiento de mi hijo Hugo, las lágrimas han sido tan inevitables como consoladoras. Qué día tan amargo, poblado de tantos recuerdos felices. Mis queridos Pepa y Pietro, cuánto os echamos de menos.


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